#12 - Fútbol
“Todo lo que sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones del hombre, se lo debo al fútbol.” Albert Camus
En la cancha de mi niñez, siempre seremos futbolistas.
El fútbol me dio calle y vida. Me llenó de amigos, sueños y de jornadas que no quería que terminaran nunca. Allí, en medio del pasto, entre dos ladrillos o dos sacos, con un balón, crecí creyendo que el mundo era infinito.
En esas jornadas de partidos con marcadores de 9-8, 7-6, de gritos acerca de que el "último gol gana", o de que “el primer gol se quita la camiseta", o de que "el que sale, no come papas", marcaron gran parte de mi primer tiempo en la vida. Mi infancia y adolescencia.
Somos horas medidas en partidos de 90 minutos.
Hoy sé que, en ese juego, en esos picados, estaban escondidas las claves de la ética, la amistad, el fracaso y la esperanza con la que tendría que recorrer el resto de la vida. Con la que deambularía el resto de mis días.
Hoy, con casi cinco décadas a cuestas, añoro poder hacer un álbum Panini con rostros de todos los que conocí en canchas, parques y calles. Hoy, sé que soy solo la suma de esos momentos en los que fui futbolista; el jugador brillante al principio, y el que, con las lesiones, fue perdiendo brillo. El talentoso, el gambeteador, el patadura, el peleador, el tronco. El que nunca perdió un balón por falta de actitud, aunque si muchos por hacer una de más.
El "Barrabás" que iba al ataque sin dar una por perdida, el que coleccionó medallas y aprendió a hablar consigo mismo en la cancha. El que nunca le importó con quién jugaba ni en qué cancha: amigos, desconocidos, gamines, personas que se encontraba por ahí.
Mis maestros de vida no fueron los de matemáticas ni biología, sino los que me enseñaron que se podía fijar reglas de juego (no vale gol de palomero, por ejemplo), poner límites a la cancha no demarcada, decidir a punta de “pico y pala” quién jugaba en qué bando.
Hoy sé que llegar a casa con los jeans manchados de verde en las rodillas, y el alma llena de felicidad, fue lo más cercano a la libertad.
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Tendría 6 o 7 años y vivía en Las Villas, mi barrio. Había allí un pedazo de césped que para mí tenía el tamaño del Maracaná. Jugábamos hasta que el sol se escondía, hasta que el grito de mamá me obligaba a entrar. No había nada que me gustara más que patear un balón. Jugaba "muro" con los amigos, jugaba tiros penales, jugaba mete gol tapa, jugaba fútbol, fútbol y más fútbol, hasta que la noche nos despertaba.
A los 8 o 9 años, mi maleta del colegio estaba llena de objetos de fútbol: un balón, guayos Fastrak con tacos rojos, medias, canilleras... y ni un solo libro. Para mí, solo existía el fútbol. Tendría 11 o 19 años, qué importa, y mi vida giraba en torno a un balón. Iba al colegio por el partido del recreo, entrenaba con el equipo y pateaba lo que fuera: pelotas de tenis, medias. Soñaba con ser jugador de Millonarios y mi casa era un estadio: allí los escalones eran rivales, los muebles eran contendores para gambetear, las esquinas, eran compañeros para tirar paredes. Jugaba con balones hechos de medias o pelotas de tenis.
Los domingos madrugaba al club, pateando balones sin parar junto a Santiago, mi amigo, turnándonos en el arco. Luego volvía al barrio para jugar con amigos de todas las edades. En el colegio me peleaba por un penal mal cobrado, por una injusticia, por un partido mal jugado y recorría los vecindarios con el equipo, como quien cruza fronteras para pequeñas guerras.
A los 19 años o más –quién lleva la cuenta–, en la Universidad de La Sabana, buscaba cualquier oportunidad para jugar. En cada hueco entre clases, improvisaba un campo y en el Interfacultades, intentaba brillar.
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Jugué en el San Carlos, en Uncoli, donde marqué goles imborrables de mi alma y donde fui muchas veces campeón. Donde Pacho Duarte me marcó con su liderazgo y forma de ver la vida, el mundo, el futbol, y donde sin saber, él me entrenó para otras batallas. Luego jugué en clubes, torneos de exalumnos, en empresas, y en "El Espectador", donde me rompí la rodilla por primera vez. Jugué en cualquier torneo, bueno o malo, improvisado o reglamentado. Y en cada uno, envejecí un poco más.
El fútbol fue mi infancia, mi adolescencia y mi juventud.
Cada minuto que corrí detrás de un balón, gané vida en la cancha, al tiempo que la perdía en la realidad misma.
Jugué al fútbol hasta que un día, a los 36 o 37 años no pude jugar más. Hasta que cuatro operaciones de rodilla, expulsiones cada vez más seguidas, menos talento y más dolor, me dijeron que ya era suficiente.
Todos tenemos un espectador crítico en la grada del alma.
Entonces, morí un poco: colgué los guayos.
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El fútbol me dio apodos y retos. Me definió. Encontré en él la paz y la guerra. Descubrí tarde que el fútbol sacaba mi mayor pasión, pero también lo peor de mí. La rabia. La pelea, la bronca. Un “Barrabás” que, aunque el campo fuera como un paraíso, terminaba siempre habitándolo como si fuera el infierno. Un deporte que amaba tanto que no podía controlar, mientras jugaba, mis pasiones. El fútbol me presentó a mis mejores amigos y también a mis peores demonios. Me puso a prueba mil veces. Me goleó al tiempo que me regaló abrazos inolvidables. Me hizo reflexionar en soledad, maldiciendo desde el carro por un gol errado o una roja innecesaria o haciéndome sonreír por una jugada, un túnel, un taquito. o un gol que cambió todo.
El fútbol me hizo feliz. Me enseñó a ser quien soy, a enfrentar la vida sin importar la clase social. Me enseñó a no desfallecer y a entender que el talento necesita disciplina. Que entrenar funciona. Que jugar en todas las posiciones –de arquero, defensa, delantero y mediocampista– es prepararse para la vida.
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Arrigo Sacchi decía que “El fútbol es lo más importante de las cosas menos importantes”.
Yo diría, además, que es lo más hermoso de la infancia.
Una niñez sin balón es sospechosa.
Es incompleta.
Quien no jugó al fútbol se perdió de lo mejor de la infancia. Una tarde sin goles, amigos, ni partidos improvisados, es y será siempre banal. Al fin y al cabo, la infancia es ese terreno donde con un balón, sin importar nada más, podemos acariciar la felicidad con la punta de los dedos.
El fútbol, fue para mí ese regalo que me dio la vida por 30 o 32 años. Un regalo para ser feliz y no morir en el intento.
Hoy sé que el fútbol no es todo en la vida, pero si fue unas de las mejores partes de la mía.
Hoy sé que hubo un momento donde me sentí héroe por siempre. Donde salí en hombros, y también en camilla. Donde fui villano de otros, aliado de muchos, pero sobre todo, un ídolo propio.
Hoy, sin superpoderes en la cancha, soy un humano que aun extraña no el fútbol, sino los amigos que me dejó, los abrazos de gol, las enseñanzas que me produjo, y lo que me explicó con un balón, dos sacos y un juegue.
Hoy sé que fui futbolista y fui feliz.
El futbol me impactó para siempre, como un gol en el último minuto. Ese gol que todos hicimos o nos hicieron, y que por noches enteras deambuló por las cinco con cincuenta del alma en sueños, recordando lo que fue, y proyectando lo que será, siempre con la convicción real de que el último gol gana y de que siempre, siempre, hay revancha.
Somos, en el fondo, lo que la cancha nos enseñó. Somos fútbol, hecho infancia.
Quien dice que en la prosa no hay poesía, como
La hay en el futbol
El fútbol lo explica todo, una frase que me enseñó un amigo